No es noticia nueva el hecho de que existe una especie de medusa, la Turritopsis dohrnii, que se ha definido como un animal “biológicamente inmortal”, pues cuando llega a la edad adulta es capaz de regresar (“rejuvenecer”) a la etapa juvenil y volver a madurar (respondiendo a situaciones adversas del ambiente), repitiendo su ciclo vital, en teoría, indefinidamente. Esto es gracias al proceso conocido como “transdiferenciación celular”, mediante el cual las células ya diferenciadas son capaces de dar lugar a otros tipos de células (células de diferente vía de diferenciación), de forma similar a lo que ocurre cuando se regenera el tejido de un órgano dañado. A priori, parecería que este pequeño animal de medio centímetro tuviera la llave con la cual acceder a la tan deseada inmortalidad humana, pero los científicos llevan años intentando, sin éxito, encontrar esa llave. La inmortalidad, me temo, no parece estar aún a nuestro alcance, ya que de momento es algo intrínseco a la biología de Turritopsis dohrnii y, en principio, no extrapolable a la biología humana. Y, aunque así fuera, hay que puntualizar que un ser biológicamente “inmortal” no es sinónimo de “indestructible”, ya que sigue pereciendo como cualquier otro ante una enfermedad o depredador. Así pues, el cáncer, el VIH, la malaria etc., continuarían siendo un problema para nuestra especie. Pero no todo es desalentador porque, aunque la Turritopsis dohrnii todavía no nos ha cedido el secreto de la eterna juventud, su proceso de transdiferenciación celular ha sido de gran ayuda a la hora de transformar células dañadas del corazón de personas que han sufrido ataques cardíacos. ¿Quién sabe qué más se podría conseguir en un futuro?

Por: Roberto López

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